Archivo diario: 23 marzo 2010

la simetría

Por lo general, los días que siguieron a aquel horrendo suceso fueron oscuros, grises, sin estrellas. Un aura de tristeza parecía haber absorbido el Universo entero y haberlo fragmentado en mil fragmentos distintos. El reloj de mi cuarto permanecía inmóvil y sus manecillas, finas y relampagueantes, sin movimiento alguno. ¿Si el tiempo se detuvo?…Ni la menor idea. Al menos tuve algún tiempo para reponerme de aquel amargo hecho y regresar al mundo real, al que impaciente esperaba.

Con la imagen de Richard grabada en la mente, calcé unos zapatos, en desuso hasta el momento, y salí a la calle. Aquel día quise dirigirme a una pequeña capilla a orillas del Támesis. Aquellos malos momentos me devolvieron la fe y necesitaba desahogarme. Quizás encontraría la paz que necesitaba en ese santo recinto de corte renacentista que se extendía frente a mí.

Al entrar, el cura encargado del lugar me hizo pasar, y con paso firme, recorrí los escasos ochenta metros que separaban su majestuosa entrada del altar.

-¿Qué buscas aquí, joven?-Preguntó débilmente el sacerdote.

-Nada en especial. No recuerdo la última vez que fui a misa, ni tampoco si fui o no bautizado, pero necesito estar aquí y meditar, olvidar todo mi pasado.-Respondí con dulzura.

-¿Y qué te acosa?-Volvió a preguntar el cura.

-Todo. Hace poco que por mi culpa una persona dejó de vivir, y no puedo dormir. No recuerdo noche alguna en que no haya padecido algún horroroso sueño, ni tampoco día alguno en que haya podido arrancarme su rostro de la mente. Mi vida es un contraste entre mi pasado y todo lo que a mí se enfrenta. Necesito volver a creer. Necesito volver a vivir.- Concluí cabizbajo, como si de repente el mundo se hubiera desvanecido y fuera yo el último humano sobre la faz de la Tierra.

Tras arrodillarme ante un antiguo crucifijo y balbucear varias oraciones, me puse en pie y, con un paso pausado recorrí la nave central de aquel majestuoso templo y salí con una visión distinta del mundo. Comencé a ver la claridad que arrojaba el día y olvidé poco a poco la amargura que entre silbidos me perseguía, conseguí llegar hasta las entrañas de la vida que ante mí se esparcía haya donde mirara y logré dar con la felicidad.

Sin embargo, cierta noche tuve la ocasión de retroceder en el tiempo. De nuevo hallé la silueta de un joven que se encontraba sentado en el suelo, llorando y conteniendo la respiración sin mediar palabra. Esta vez no quise hacerlo huir, por lo que me dediqué a observarlo tras un arbusto cercano a aquel punto.

La noche, encapotada, me permitió deshilvanar todo aquello que a mis oídos llegaba. Palabras confusas, llantos imperceptibles y otros tantos sonidos más que llegaban a mi mente y se unían formando de nuevo un mensaje confuso y ambiguo, lleno de lágrimas y recuerdos amargos.

De nuevo, Richard regresó a mi mente y, más bien llevado por la incertidumbre que por su recuerdo, me dedique esta vez sí a perseguir al individuo en cuestión. Calles, glorietas, paseos, avenidas,… el trazado que se dibujó cruzaba al menos una décima parte de la gran ciudad de Londres.

Antes de seguir, sin embargo, considero oportuno presentarme. Me llamo Paul y vivo, como ya te habrás percatado, en Londres. Todo el mundo dice que aquí todos somos grandes, y que en esta ciudad todos gozamos de una gran popularidad. Pero nada llega más lejos. Aquí, todos somos hormigas, de mayor o menor tamaño, con caminos distintos que más tarde o más temprano se bifurcan y vuelven a unirse. Hormigas minúsculas que ni por asomo podrían llegar a estar al frente de no más de cien personas.

Tengo veinte años. En cuanto a mis padres, poca cosa se de ellos, pues murieron meses después de yo nacer. Vivo en un barrio moderno, a las afueras de Londres. Aquí todos (o casi todos) nos conocemos y nos compenetramos como bien podemos. Sin embargo, los encontronazos con algunos vecinos suelen ser frecuentes. Muchos de ellos viven sumidos en la delincuencia y otros tantos se dedican a traficar con estupefacientes y otros productos no más benignos. Sin embargo, todos callamos, todos nos regimos por la ley del silencio. Cualquier noche puedes encontrarte con la muerte a un palmo de la cara y no es bueno tentar a la suerte.

Trabajo en un supermercado, al menos mientras termino la carrera. Si todo marcha bien, dentro de unos años me licenciaré en filología inglesa y comenzaré a impartir clase en algunos de esos institutos de poca monta que tanto abundan en esta ciudad. Mientras, me resigno a subsistir con el mísero sueldo que gano, que no da ni para permitirse una vida modesta. Al menos tengo casa.

Retomaré el hilo de la historia.

Cuando el individuo al que seguía se detuvo ante la puerta de su casa, corrí con impaciencia y conseguí cogerle de un brazo.

-¿Quién eres?-Pregunté con cierto malhumor.

-¡Por favor, no me haga nada! No he hecho nada malo.-Gritó el niño con la voz entrecortada.

-No pienso hacerte nada, pero necesito que me respondas.-Le dije exaltado.

-Me llamo Stephen y vivo allí.-Me respondió con cierto sosiego.

-¿Por qué llorabas?-Le volví a preguntar.

-Me ha dejado mi chica. Ella es especial, diferente. No puedo permitirme perderla.-Me respondió entre lágrimas.

-Chaval; ¿te importaría contarme tu historia?-Le pregunté con interés.

-Bueno, si así lo quieres…-Me contestó con un gesto de aprobación.

Tras aquel pequeño dialogo, el joven comenzó a relatarme su historia, bella sin duda como la de Richard y plagada de similitudes, como si se tratase de algo paralelo, casi idéntico. El mismo abeto, el mismo helado e incluso las mismas amigas.

De repente, el corazón me dio un vuelco y un funesto presagio recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Todos aquellos recuerdos que tanto había intentado guardar emergieron como el agua que emana de un manantial. Una profunda congoja avivó la llama del recuerdo y con el rostro empañado en lágrimas, flexioné mis rodillas y caí al suelo entre gritos y sollozos indescifrables.

Aquella noche noté como alguien me seguía tras la penumbra, sin intención de darse a conocer. Ese alguien deseaba dar con el lugar en el que vivía, y no te engañaré: lo consiguió.

Tras tomar una ducha y ojear un rato el periódico decidí marchar a mi habitación con el fin de conciliar el sueño, pero… ¡mis ojos no dan crédito a lo que ven! Otra carta, esta vez roja como la sangre, captó mi atención y fue objeto de todos mis lamentos.

Tras leerla, no pude hacer otra cosa que agazaparme en el sofá y recordar todo mi pasado, todo cuanto había vivido. Otra carta de suicidio volvía a traer a mi mente aquellos recuerdos que tantos malos tragos me habían hecho padecer.

En toda la noche no pegué ojo. Cafés y otros tentempiés me mantuvieron en vilo toda la noche, que se prolongó más de lo normal. Al fin, cuando el sol despuntó tras el horizonte, bajé a desayunar no sin antes ver todo lo que se cocía en mi jardín.

-¡Ahhhhhhhhh!-

De un grito desperté a todo el vecindario, que no acostumbrado a tales sobresaltos respondió con sorpresa a aquel macabro hallazgo. El cuerpo del individuo al que había perseguido la noche anterior se encontraba ahora sin vida, desparramadas sus extremidades sobre el asfalto y arrancada de cuajo su cabeza. ¿Cómo alguien pudo suicidarse de tal forma?

Lo ignoro, y sin embargo no dejo de dar vueltas al asunto. Macabras escenas había visto, sí, pero la magnitud de tan horrendo acto sobrepasaba con creces a todas las demás. Un lúgubre canto acompañó aquel día a las sirenas de los coches patrulla y a los gritos de los ciudadanos que se congregaban impactados alrededor de la escena del crimen.

El sosiego se esfumó de nuevo, como de nuevo volví a sumirme en aquel recogimiento que parecía no dejar de perseguirme. Dos hechos casi simétricos no podían ser obra de la casualidad, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa a fin de resolver aquel misterioso enigma. Si por ello debía ofrecer mi propia vida, no sería impedimento. Todo era mejor que cruzarse de brazos y dejar pasar el tiempo mientras aquellos hechos no dejaban de repetirse.

No contaba con demasiada información, pero sí con la suficiente como para comenzar a indagar cual detective especializado y dar con la raíz de aquel asunto. Comencé por visitar el parque que solía concurrir la chica a investigar, pero todo parecía haberse esfumado. Ni rastro de la chica ni de aquellas amigas que la acompañaban como un cortejo de sirvientes a su señor.

Pregunté aquí y allí, y revolví medio Londres con la esperanza de arrojar algo de luz sobre el caso, pero todo parecía inalcanzable, aún cuando no era consciente de las verdaderas magnitudes de aquellos acontecimientos que marcaron mi vida por completo.

Pablo R.

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